Manuel León o el oxímoron como bandera

(A propósito de su exposición en el CAC Málaga, por Fernando Francés)

No es en absoluto nuevo refugiarse en la simbología para encubrir el auténtico sentido de las cosas, la tradición ha ocultado en capirotes no sólo la identidad, sino la intencionalidad. La intelectualidad también ha sido parte de la tradición aunque tantas veces tuviera que navegar entre distintas aguas turbias y de censura, para aparentar una cosa y realmente opinar la contraria. El oxímoron no sólo es habitual en la poesía sino también desde un punto de vista conceptual en la opinión y la crítica periodística y en la pintura. Sacerdotes ateos, capirotes transparentes, penitentes sin sufrimiento, estudiosos indolentes, nazarenos agnósticos, porteadores de la nada, peregrinos sin reliquias a quién rezar, cofrades sin trono y sin, ni siquiera, un simple paso… crean un escenario, de paz inquietante y de equilibrios desestabilizadores, donde todos obligan a reflexionar sobre el porqué de las cosas, sobre el origen de las dudas y sobre la metáfora como clave del pensamiento. Decir una cosa apellidándola con lo opuesto es como pintar una realidad con signos, gestos e iconografías que ponen en duda la verisimilitud de tal realidad. En ese territorio fronterizo entre la verdad y la falacia es donde surgen algunas de las preocupaciones de Manuel León sobre la representación de la identidad y la autoría y, para ello se sumerge en la tradición de la pintura barroca para, aprovechándose de sus claves formales, ocultar en un nuevo oxímoron preocupaciones de carácter conceptual más propias de una revisión intelectual y conceptual de la cultura estética y la sociedad contemporáneas.

Caravaggios reflexionando sobre la prima de riesgo, zurbaranes discutiendo de cómo afecta la ausencia del crédito en las pymes, valdeses leales enseñando que la corrupción no es nueva sino intrínseca al ser humano y a todos los regímenes políticos y que nadie está libre de tirar la primera piedra, riberas elucubrando sobre sueños americanos sin paciencia y sobre el martirio económico de la crisis, dibujan escenarios donde nada es lo que parece, aunque lo que parece efectivamente está tamizado por una luz que no facilita ver el contorno depurado de los límites de la figura en un ejercicio de pérdida del valor del detalle, escapando de idealizaciones impropias y apostando por el valor pictórico de personajes clave para descifrar los entuertos, laberintos y jeroglíficos en los que el autor, como un ilusionista, hace desaparecer la presencia de imágenes que no son vitales para descubrir la clave de cada obra y aparecer, más significativamente de lo previsible, las que él confiere auténtico significado. Este es un proceso realizado desde la libertad más absoluta, luterana y reformista y, ajena a cualquier planteamiento académico. Y ello no es contradictorio con que las escenas teatralizadas y exageradamente dramáticas definan continuamente intencionalidades contradictorias del pintor como un traidor a la tradición y un francotirador de cualquier idea que sea susceptible de ser previsible.

Toda esta compleja acción intelectual pone a prueba la perspicacia del espectador cuando trata de interpretar la propuesta de este hacedor de historias que no habla de otra cosa que de sus dudas, sus reflexiones y sus obsesiones. Saber manejar ciertas claves es fundamental para alcanzar la comprensión, al menos parcial, de sus intenciones. Pero además debe barajar otros principios que tienen que ver con la empatía hacia hechos o sensibilidades sociales. Esta capacidad de identificar los símbolos no puede ser sólo mérito del espectador, también debe indefectiblemente contribuir a ello el propio artista quien debe siempre dejar puertas abiertas, pistas o huellas que ayuden a descifrar el camino de salida del laberinto. Encajar las piezas, en apariencia desordenadas, para formar un puzle con sentido de la identidad y mensaje, aún camuflado, es parte de la idiosincrasia del trabajo de Manuel León. Piezas ampliamente conocidas en la cultura popular y que, paradójicamente, encajan perfectamente en los códigos de funcionamiento de las sociedades contemporáneas. Y ahí es donde se reencuentra Velázquez apareciendo tras el lienzo en algo más que un ensayo del pintor y la modelo, y Picasso con muchos de los artistas de nuestro tiempo que reflexionan sobre la autoría, la identidad y su representación como Louise Bourgeois, Gavin Turk, Tracey Emin, Kati Heck, Sarah Lucas, John Bock, Rinus Van de Velde, Jonathan Monk, Paul McCarthy o el propio Manuel León.

Manejar estas dicotomías en un ejercicio propio de alquimista maniqueo confiere al debate artístico aspectos, a veces no sólo olvidados sino incluso denostados por los necios plegados a las modas, como el proceso histórico en el juicio de las ideas o como la apuesta por el compromiso social y político debe prevalecer sobre la comodidad estética. Y ahí surge no sólo la cuestión de qué rol debe tener el espectador del arte contemporáneo ante el debate social sino que papel debe jugar el propio artista a quien se suele demandar un papel más protagonista. Y en ese arduo camino hacia el compromiso se aprecia en la obra del artista un progresivo proceso hacia el nudismo que poco tiene que ver con la vacuidad exhibicionista.

Los capirotes que ocultaban hace un tiempo dudas razonables, fueron haciéndose cada vez más transparentes, mostrando como una ventana primero la identidad del sujeto, hasta llegar a un ejercicio de catarsis total, en el que despojarse de la distancia que facilitaba al propio artista la ocultación simulada y simbólica, la seguridad del anonimato del propio capirote. Este es un proceso litúrgico de autodefinición personal y plagado de figuras literarias, y de recodificación del peso de la influencia de la historia del arte en la creación propia del artista. Y ese camino, emprendido en aventuras como El despertar de la razón o Deleite, avanza novedades apasionantes en una actitud artística de Manuel León que se pudiera definir como “hedonista penitente”… y discúlpenme por esta última licencia literaria, claramente esclarecedora.

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